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miércoles, 7 de julio de 2021

Llueve por fin.


                                                                                                                                                                                                                          La tierra, agrietada y amarillenta, recibe el agua con avidez. Desde que cayó la última gota pasaron seiscientos cuarenta y tres días.

Ya no hay vegetación. Ni sembrados, ni flores, ni césped.
Nada.
Los animales también se perdieron. Miles de cabezas de ganado muertas de sed y hambre.
Pero ahora no ocurrirá lo mismo que la última vez. Ahora estamos preparados: el sistema recolector almacenará hasta la última gota.
El gobierno estableció un plan de racionamiento. Parte del agua se embotellará y distribuirá con extremo control, otra parte se utilizará para riego de los cultivos autorizados. Con el tercio restante, se saciará la hacienda que aún resiste.

Llueve, por fin, y parece que no amainará pronto.
El cielo enviciado, gris y feroz, anuncia una tormenta memorable. Torrentes cayendo del cielo.
La humanidad se regocija en este festín de humedad.
Probablemente los prados nunca volverán a ser verdes, quizá ya no veremos ríos caudalosos; pero, con tanta agua, se llenarán los cauces de los riachos.
Llueve, y abro las ventanas, ansioso de inspirar el aire fragante, cargado de tierra mojada.
Pero no es eso lo que huelo.
Azufre, ácidos, podredumbre.
La lluvia no es transparente, el agua no es cristalina… 

Llueve, por fin.
Pero ya es tarde.